Una magnífica foto cortesía de mi eme
La tradición judeo-cristiana nos enseña desde niños que Dios es un padre bueno. Nos cuentan que somos hijos de Abrahám. Nos cuentan que Dios premió a Abraham con una descendencia incontable, gracias a su obediencia ciega a sus mandatos. Fué así como comenzó la tergiversación de la idea del padre bueno. El padre que está dispuesto a descabezar a su propio hijo por órdenes de un Dios al que no puede ni ver. Por órdenes de un fuego que habla. Después moisés, un hombre abandonado por su padre y por su madre en un río nos mostró unos mandamientos cuya intención era convertirnos en seres tan buenos como el propio Dios. El Dios de sus padres buenos que lo abandonaron a su suerte en el río Nilo. Y ahí nos ordenaron a amar a nuestros padres, no matter what. Aunque tu padre intente matarte cortándote la cabeza, aunque tu madre intente matarte echándote a un río cuando eres aún un bebé, hay que amarlos.
Y después para completar a los cristianos nos enseñaron que el mismísimo Dios envió a su propio hijo a la muerte para demostrarnos su amor incondicional. Ahí si que la cochina torció el rabo y nos quedamos todos confundidos por los siglos de los siglos. Como Dios nos ama, deja morir a su hijo.
Dios es bueno. Eternamente misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia. Pero ha matado a su propio hijo. Lo ha humillado hasta la humillación mas absoluta dejándolo morir clavado en una cruz y desnudo. Y nosotros debemos creer que eso es lo que hace un padre bueno. y amar a nuestros padres.
Esa es la definición de buen padre judeo-cristiano. El padre que hace lo que sea que manda Dios por encima de el bienestar de sus hijos. El padre que necesita de la muerte para poder amar.
Uy. Que mal estamos, creo yo.