desde la cocina de mi mamá... el apocalipsis, queda debajo del paraíso |
Mañana se cumple un mes de la muerte de mi padre.
Desde que volví de mi visita imprevista a Caracas apenas me he atrevido a escribir que no entiendo. Porque la bomba atómica que fue volver por una semana a mi ciudad natal ha pesado mucho más de lo que esperaba y mis dedos se han negado a transcribir mis emociones sin haberlas al menos, visto desde la distancia que procura el tiempo.
Y la palabra miedo es la que mas ha aparecido en mi recuento silencioso.
Talvez porque es mejor simplemente enumerar lentamente las emociones sin querer tan siquiera ordenarlas. Como quien cuenta un cuento absurdo sin explicar el cómo el cuándo ni el dónde y simplemente deja que la imaginación complete el resto...
Un día temblando subí a un cielo azul como ninguno y mis deseos de respirar un aire fresco se transformaron en gasolina y aire acondicionado sucio. El recuerdo infantil del amor se volvió llanto y agonía, y en el silencio de unos ojos que fueron verdes en mi esperanza y negros en su derrota, recé para que llegase la muerte y con ella el descanso.
La muerte nos visitó, también cansada, con los últimos colores estridentes de una tarde ruidosa e injusta, y las carreras de fajos de billetes que no valían nada. Su sonrisa de alivio al saberse despegado nos consoló hasta que la noche fría nos recordó del hambre y el sueño y la soledad. Y en esa soledad, amables caballeros, rotos como monigotes de paja, nos depositaron en las burbujas llenas de recuerdos y olor a polvo.
Volví a cantar y a recordar las flores y a los amigos pero el canto era temblor y las flores eran pequeñas y estaban muertas. Igual de muertas que mis ganas de recordar tiempos felices que no existieron y conversaciones bonitas detrás de la puerta del baño. Recé otra vez para que llegase el descanso, pero los recuerdos, como una mano gigante y tibia mantuvieron mi garganta cerrada mientras trataba de encontrar el camino a un hogar que se deshacía como hojas de papel periódico viejas.
La montaña me sonreía sin embargo, y me mostraba que la permanencia es una quimera, mientras las muñecas de porcelana invadían mi cama y dejaban un reguero de pelos muertos y ropa desecha. Y las pesadillas que pensaba que no volvería a ver, se repitieron en cada calle sucia, en cada ojo triste, en cada hambre invisible, en el sempiterno ruido del miedo colmando las risas y las conversaciones blandas. Ladridos de perros muertos de hambre me persiguieron todas las noches, y la señora imposiblemente delgada que vendía los restos de su vida en la calle para poder seguir soñando, se agregó a la cara de tristeza del muchacho con el brazo amputado a orillas de la carretera.
Me arrebataron el aire y volví a ser una niña presa de una ciudad que se encoge segundo a segundo sin que nadie parezca enterarse. Volví a ser testigo del apocalipsis vestido de payaso y quise que un martillo gigante me rompiese el cráneo y se llevase en su furia todo el sufrimiento que palpita entre las piedritas del asfalto.
Mi pecho también recordó que sin xanax no somos nada y un lindo avioncito plateado me depositó después de mi aventura marrón en un aeropuerto relleno de pizza, donde super feliz me tragué media cocacola zero de un sorbo y caminé lentamente hacia mis algodoncitos perfumados en el norte de virginia.
Sana y salva.