Soy la hija de un dragón enorme y baboso.
Un dragón rosado y suave cuya voz me quema cada vez que la escucho.
Cuando la escucho mis entrañas sangran.
No hay hambre, no hay luz.
Un nudo grueso y suave va cercándome la garganta hasta quitármelo todo.
El dragón me lo quita todo y no hay caballero que me salve.
No hay salvación de una fiera que vive dentro de mi y me ha engendrado.
No hay poesía, no hay coherencia, ni lógica ni puntitos brillantes en el cielo.
Sólo hay baba y rosa y una cueva mullida y sofocante de calor, calor, calor.
Una niña-dragón que nunca tuvo que haber nacido ilumina con su luz negra, las calles de una ciudad cadavérica y estridente.
La mirada de soledades grises y gritos ahogados dentro de la cueva dulce y podrida.
La podredumbre es dulce siempre. Y usa pantuflas.
Ojos de tiburón-dragón-serpiente y mujer.
Mujer-demonio condenada a existir eternamente,
gritando calladamente las manzanas de su contradicción.